Ni yo sé la suerte que tengo

Ayer me di cuenta de una cosa de la que debería ser consciente cada momento, cada segundo y cada respiro de mi triste existencia. En las últimas dos semanas, dos hechos desafortunados, desgraciados, como lo queráis llamar... y enormemente dolorosos, han marcado a fuego los corazones de dos compañeras: sus madres se han marchado.

La muerte es algo tan irreal..., tan subrealista..., tan difícil de entender... Supongo que te descoloca completamente, te da la vuelta en un segundo y lo deja todo patas arriba. Supongo que no entiendes lo que ocurre, ni por qué ocurre. Supongo que asimilarlo no es cosa de minutos, ni de horas, ni de días, ni de meses... Tampoco de años.

Yo hoy me he dado cuenta de lo tremendamente afortunada que soy. Aunque por momentos no aguante más, quiera huir saliendo por la puerta y no volver, me enfade por lo más tonto y pague mis enfados de fuera con los que menos culpa tienen,... he de reconocer y reafirmar en voz alta que tengo mucha suerte. Así de simple.

Tengo a mis padres conmigo y no sólo son mis padres, sino que desde bien ranacuaja los he visto como amigos. Si ellos no estuvieran, ahora mismo yo... tampoco aguantaría aquí. Ellos me soportan, me empujan y me elevan.

Por eso, hoy dedico mi blog a mis Pacos.

A mi padre, que me ha dado los mejores consejos de padre y de amigo, en todos los campos imaginables y también en los que parecen estar vetados en una relación padre-hija, y que me ha enseñado desde que tengo uso de razón, ya no las frikadas que compartimos ni el manejo de un ordenador o a contemplar en silencio en el campo las estrellas, sino también (lo que es muuucho más importante) lo necesario del esfuerzo, la voluntad y el espíritu de lucha, para sentirnos vivos, para no dejar que nuestros defectos nos hundan, para sobrevivir en un mundo de hienas malvadas y para subir escalones por nosotros mismos, porque "el que no llora, no mama", y porque las cosas son como vienen, no hay casualidades, y "si mi abuelo hubiera tenido tetas, hubiera sido mi abuela". Y a los que no les guste se les suelta un "¿y tu abuela cuando mea pedalea?", y tan panchos.

Pero sobre todo a mi madre, porque tengo la sensación de que la valoro menos a ella. Podría echarle mil piropos. Ella lo dejó todo por mí, por cuidarme, por criarme, por jugar conmigo cuando yo no tenía quien jugara conmigo. Ella fue mi primera amiga, la mejor. Ella me enseñó todo. Andar, correr, saltar, gatear, hablar, comer sola, utilizar el papel higiénico, atarme los cordones, hacer mi cama,... Todo. Ella me arrancaba sonrisas cuando lloraba porque papá iba a tirar la basura sin mí, en ese ratito del día que yo sabía que nos pertenecía sólo a los dos. Ella me dijo una vez que yo era una princesita.

Y el tiempo pasó factura. Las chicas tendemos a ser rebeldes con las madres en la adolescencia y críticas más allá del pavo. Yo eché de menos sus lentejas. Reñir con ella en la cocina mientras ella ponía la mesa y limpaba todo lo que yo ensuciaba haciendo la paella de los domingos. Mi madre me enseñó la pureza y la facilidad para decirlo todo en una carta y, durante mi estancia en Madrid, mantuve con ella una correspondencia puntual y escasa, pero llena de verdades que no expresábamos en voz alta.

La última carta que le escribí es de hace un año y un par de meses, a raíz de uno de mis incontables berrinches de horas y horas llorando al teléfono por no saber qué iba a pasar con mi vida una vez terminada la carrera. Fueron meses malos. Creo que en esa carta, lo digo todo y por eso engancho aquí unos pedacitos, porque ella es grande y quiero que todo el mundo lo sepa.

Hay lágrimas que sólo sabe secar una madre. No sirven los pañuelos. Es algo inexplicable, casi mágico. Puede ser el día más negro, pero también el más soleado del año, uno de estos días en los que lo que apetece de verdad es salir a pasear y disfrutar del buen tiempo, pero que por una u otra razón lo que te invade no es esa energía alegre sino una tristeza devastadora, una angustia infinita como un agujero negro, un vacío en el pecho, que no termina de salir.

Hay heridas que sólo sabe curar una madre. No sirven las tiritas ni el agua oxigenada. Es indescriptible, pero se trate de un rasguño por una caída o de una de esas dolencias profundas del alma, en esos momentos, cuando sólo una madre puede curarlo, lo sabes y sólo quieres que te atienda ella.

Mi madre no es una lumbrera, no es delgada y estirada, llena de joyas, ropa de marca y maquillaje. Mi madre no es superficial. Mi madre es auténtica. Mi madre es ella, sin más. Sin aditivos, sin colorantes, sin conservantes.
Bueno, quizá uno. Su fragancia: Carmen, de Victorio y Luccino. Ése ha sido su olor desde que tengo conciencia.

Mi madre no es médico, ni enfermera, ni contable, ni notaria,… Ni tampoco abogada, filósofa, periodista o restauradora. No es historiadora. No es profesora. No es muchas cosas. Es mi madre.

Mi madre tiene la cara redondita y una sonrisa tierna, de esas que sólo tiene una madre. Tiene el pelo caoba o castaño, con reflejos rubios, que se empeña en llevar corto, aunque yo le recomiende dejarlo crecer. Lo cierto es que cuando lo moldea le da una gracia y un encanto a su mirada que te cautiva y te atonta como si fueras de nuevo niña.


Mi 'mamá' tiene un pañuelo blanco con bordados de encaje, con el que seca mis lágrimas sin que éste se moje o se ensucie. Y lo vuelve a guardar en su manga, porque las madres guardan los pañuelos en sus mangas. De vez en cuando, y cada cierto tiempo después de secarme las lágrimas, lo vuelve a sacar y me repasa las mejillas con él, por si las tuviera aún húmedas.


Mi 'mamá' tiene unas manos y una voz que, combinadas con sus palabras, constituyen un ungüento que cicatriza todas las heridas. Siempre que me hago daño, me aplica una buena dosis de esa crema, que desprende un delicioso aroma a rosas frescas, y las penas desaparecen en la nada.


Por eso decía que hay lágrimas que sólo sabe secar mi madre, y heridas que sólo ella sabe curar.




Sobran más palabras... Os dejo su canción =)

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