La hostia
Érase una vez una hostia que se convirtió en una leyenda, una historia repetida por su repercusión, por su huella, por el símbolo que llegó a ser, símbolo que ha sido claramente identificado en varias, por no decir muchas, ocasiones después de que se acuñara, y siempre, siempre, siempre, con un tinte estrambótico, caótico, violento y humillante, injusto ante los ojos de cualquier hombre con corazón, con sentimientos.
Dicen que eran dos niñas muy amigas, dos pequeñas en sus primeros años de primaria, una espigada, Repelente, y otra maniática, Obediente. Ambas, aparentemente, pacíficas. Un día ocurrió algo que dejaría marcada a una de ellas, al menos durante muchos años. Salieron del colegio juntas, de la mano de sus repectivas madres, hablando cada una con su amiga las madres y las niñas, enzarzadas en cuchicheos de cariz marujo, o comentando juegos y actividades del colegio. Casi como siempre, y digo casi porque en esta ocasión las niñas no reían, reñían. Las madres ajenas a todo este entuerto.
Al cruzar la calle, la una, Repelente, siempre empeñada en llevar la razón, en ser aplaudida y seguida por su amiga en todo, recibió un no por respuesta, o quizá fuera una contrariación, una posición simplemente no de acuerdo a sus pareceres. De la indignación, cruzó la cara de Obediente con su mano afilada, y muchos alrededor escucharon el choque de su palma contra el moflete de la otra.
Obediente, sin pensar en consecuencias, únicamente en lo injusto de la situación, sin haber experimentado hasta entonces tal descarga de adrenalina, respondió con otra sonora bofetada. Y entonces sintió justicia, sintió igualdad, sintió acabar con mil y una humillaciones que los adultos califican como 'crueldad' de algunos niños (claro que sólo cuando la han sufrido en sus propias carnes). Obediente se sintió bien, liberada, por una vez no tenía porqué quedar ella por debajo ante gente de su edad, sus compañeros, sus amigos del cole.
Pero la marcha de su frustración duró poco. Tan pronto como se fue, se vino al canto de las voces de las madres. Mejor dicho, de una madre, la de Repelente, que gritaba a la de Obediente nada dispuesta a consentir tamaña humillación de su hija y repetía eso tan feo que a veces la gente dice sin razón y que otras resulta feo por tener que decir eso de un niño aunque sea verdad. Decía: "Controla a tu hija que está salvaje. A ver por qué ha pegado a mi hija". Al cabo de los años, a esta señora debió parecerle salvaje alguna persona más de la familia de Obediente. El caso es que la madre de esta última, también Obediente, propinó inmediatamente una sonada hostia a su hija, una bofetada que sería más humillante para la niña que el constante sometimiento de su amiga. Recuerdo que todo esto pasaba en la calle, a la salida del colegio, cuando estaban rodeadas de cientos de personas entre padres, madres, alumnos y profesores, además de los habituales viandantes de aquella calle en aquellas horas de mitad del día.
Fue una hostia importante, que con los años, y la repetición incansable de situaciones similares, de humillaciones y sometimientos a gente extraña al núcleo familiar, por parte de la madre hacia la hija, llegó a instituirse como una entidad llena de sentidos y significados muy concretos, ya es continente y contenido. Esa hostia se llamó 'la hostia', aunque a veces también se identificó con 'la bofetada'. En casa de Obediente, decir 'la hostia' o 'la bofetada' abría al instante un abanico de temas, todos similares, todos el mismo esquema.
Una niña que se ve indefensa ante ciertos extraños, humillada, vejada e incluso violada por gente cercana, y una madre incapaz de defender a su hija, negada a hacerlo bajo la máxima de "claro, y si le digo algo salimos discutiendo con todo el mundo". ¿Miedo a qué tenía esa madre? ¿A perder el contacto marujo con la madre de una compañerita de colegio de Obediente, a perder una amistad pasajera, a perder relación con familiares lejanos pero vecinos? ¿Miedo al escándalo? Miedo incomprensible ante, incluida, alguna situación denunciable.
¿Qué podría sentir a lo largo de los años Obediente hacia sí misma con respecto a los demás? Puedo decírlo porque me lo contó todo, porque me conozco el cuento. Obediente se sintió siempre muy inferior a muchísima gente y se autocensuraba en posturas que había aprendido de su madre que debía eliminar, ya que de no hacerlo ella misma, la madre lo haría. Volvería a censurarla, a darle otra 'hostia', en el resto de los casos figurada. Y mientras tanto Obediente crecía, siempre segura de que su madre es la mejor del mundo, pero celosa de sus primos y amigos porque sabía que sus madres hubieran actuado todas esas veces como la madre de Repelente, defendiendo a sus cachorros cual fiera leona. Nunca entendió por qué su madre no era así con ella. Nunca, ni con su marido, ni con su descendencia. Y le dolía ver cómo, en cambio, la madre incluso llegaba a enfrentarse con cualquiera de sus tíos o primas que se atrevieran a defenderla en una situación tal ante uno de esos extraños. El bando del extraño contaba con la madre de Obediente, digamos, mientras Obediente estaba siempre sola, y en casos aislados con el apoyo de algún tío, alguna tía o alguna prima.
Los años siguieron y siguen pasando, y el símbolo de la hostia continuó repitiéndose y se repite a día de hoy. Y Obediente se pregunta, cada día de su vida, hasta cuando tendrá que aguantar las hostias más dolorosas.
Comentarios
Publicar un comentario