Wild Horses...

Soy más de calor que de frío. Más de primavera-verano, y de otoño, que de invierno. O eso es lo que siempre digo. Si hay un fenómeno meteorológico que me irrita, y lo hace sobremanera, es el viento. Mucho. Hace que me lloren los ojos, me despeina, y eso que prefiero ir despeinada y despeinándome por la vida. Y confieso que cuando llueve prefiero quedarme en casa, y, si hay que salir, opto por vestido o falda, con medias por supuesto si hace frío, no me gusta mojarme las piernas, pero odio llevar empapados los bajos de los pantalones. Nunca acierto con el calzado. Siempre acabo con los dedos de los pies empapados.

Pero adoro las tormentas de verano. 

(¡escúchala!)

Recuerdo perfectamente la tarde en que mi padre nos llevó a mi hermana y a mí hace 20 años a conocer el piso al que nos mudaríamos, donde ya cada una tendría su propia habitación y no dormiríamos más juntas, salvo cuando la enana tenía miedo de dormir sola. Era grande. Muy grande comparado al que teníamos entonces. Y tenía dos baños. Y dos terrazas. Yo elegí habitación primero, por supuesto. La que tenía más luz. Las ventanas me parecían enormes. Y yo quería Sol entrando por todas partes.

Todo nos parecía enorme. Todo desnudo, vacío, esperándonos. Aquel verano haríamos la mudanza. Aquel verano, aunque no pareciese verano. No había Sol a raudales entrando por el balcón en el salón. Fuera tronaba una tormenta veraniega, y empezó a descargar agua con fuerza. Y abrimos las puertas. Y olía a tierra mojada, y era fresco... y a la vez cálido.

Agua que limpia las calles, que limpia los caminos y las auras. Agua que moja, pero no empapa. Refresca, pero no cala hasta los huesos. Agua que no arrasa con todo, que no causa destrozos, ni pérdidas. Que solo limpia. Que aclara las ideas. Lo justo para salpicar, para dar frescor a nuestras mentes. Tu cuerpo cálido bajo la lluvia y, de pronto, sientes una gota de agua sobre tu nariz. No está helada. Párate, mira hacia arriba, cierra los ojos y siéntela. Otra gota cae deliberadamente sobre tu frente y otra sobre tu sien izquierda. En segundos, esas gotitas se convierten en goterones y caen con fuerza y sin piedad, desapareciendo en apenas un par de pares de minutos. Aún hay enormes manchas de tu ropa que permanecen secas. Y la lluvia ha parado. 

Llegará una nueva tormenta veraniega. Párate y mírala. En silencio. Ve cómo se lleva todo lo que sobra, lo que no ne-ce-si-tas, justo a tiempo.


Igual que el viento. A veces llega con ráfagas que te sorprenden mientras caminas por la calle, elevando el vuelo de tu falda, revelando tus vergüenzas y obligándote a hacer verdaderos ejercicios de contorsionista con los brazos para intentar mantenerla en su sitio, al tiempo que te revoluciona la melena, cruzándote mechones por la cara y dificultándote la visión (a veces, nos llevamos verdaderos latigazos de pelos sueltos en los ojos). 

¿Y si te paras? ¿Qué hay si dejas que el viento haga su trabajo? 

La naturaleza es sabia. La Tierra se cura sola. Si llueve, es porque tiene que llover. Si hay viento, es que tiene haberlo. Siempre hay una razón. Todo ocurre por algo en este enorme organismo en el que nosotros somos simples y pequeñas bacterias. 

Deja que te toque el viento. Deja que te sacuda, que te moje, que te lleve. Abandónate a su flujo y dirección, que te recoloque, que te sitúe, quizá vaya camino de ese sitio donde quieres estar. Y cuando cese, vuelve a tomar tierra, asienta bien los pies, y camina. Vuelve a caminar a ver qué es lo que encuentras ahora. 

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