A veces aún te busco con la mirada y casi pregunto por ti
Hace un año ahora mismo (ahora que os escribo, no cuando leáis esto) era domingo, volvía a casa después de tomar algo con unos amigos que habían quedado para ver el fútbol, y de camino decidí parar en el hospital a ver a mi abuela Nila, pero sólo alcancé a verla dormir, dos, tres minutos, a darle las buenas noches y un beso aunque ella no supiera que yo estaba allí.
Mi intención era pillarla despierta, porque un día antes, el sábado, también había ido a verla, pero estuvo dormida todo el rato. Decían que había mejorado ese jueves cuando fueron a verla sus hermanas, y que había estado hablando tan bien con ellas, consumación de una reconciliación que nunca debió hacer falta. Y justo ese sábado otra reconciliación tácita, sus cuatro nietos mayores rodeando su cama, visitándola, al mismo tiempo juntos en una habitación por primera vez en la historia, y ella se lo perdió por estar dormida. Eso que tanto ansiaba.
En esos dos, tres minutos escasos del domingo en que la vi, al apoyarme en esa cama de sábanas blancas para darle un beso, me di cuenta de algo que no me gustó ni un pelo. Su brazo estaba hinchado, y quiero decir desproporcionadamente hinchado, y en ese momento recordé el día que la ingresaron, a finales de agosto, cuando fui a verla a urgencias y lloraba porque al pincharle para conectarle la vía a una vena le hacían daño, y tenía los brazos todo delgaditos, flacos, porque no comía, y tampoco comió bien después.
Esa noche, tras mucho tiempo, recé. Al acostarme, me volteé de espaldas a la puerta y me acurruqué contra la pared, pensando en el brazo de mi abuela, con un llanto doloroso, premonitorio y asfixiante, pidiendo que se curara, que ya bastaba, que tanto tiempo de hospital, que volviera a sonreir,.. Una oración improvisada que iba cambiando según pensaba y la pronunciaba, según empapaba la almohada, y pedí que pasara lo que tuviera que pasar, pero que por favor mi abuela dejara de sufrir.
Me quedé dormida de agotamiento del llanto.
Al día siguiente, lunes, me despertó un amigo con el que había quedado para despedirme, a la voz de "¿Dónde estás?" me hizo darme cuenta de la hora, serían las 10 y algo (sí que no recuerdo la hora del reloj), y con un "Vamos, que hay que levantar España" o "...Mérida" me animó a darme prisa en vestirme y arreglarme. Justo en la entrada, cogiendo las llaves del coche para irme al centro, sonó de nuevo el móvil. Al principio pensé que eran las prisas de mi amigo, pero era mi padre.
"Eu, ¿dónde está mamá?". Pero no fueron esas cuatro palabras las que me chocaron, sino su tono. Voz apagada, lacrimógena, sin aire. "Tenéis que veniros al hospital". Ahí ya todo se desmandó, dolía y no había ocurrido, pero nos habían dicho que esa mañana se nos iría nuestra Petro. Y ya las lágrimas siguieron su curso. (Obviamente cancelé cualquier posible plan que tuviera).
De nada sirve ahora rememorar y detallar cada uno de los minutos de dolor y agonía que sufrimos ese día todos, ella la primera. Sólo creo que merece mención su lucha, sus ganas de salir de allí, de levantarse y de que la lleváramos a casa, su empuje y su fuerza la mantuvieron con nosotros hasta las 20:15 horas. Fue el día más duro de nuestras vidas, ése y el siguiente, y los 365 que han pasado desde entonces también lo han sido.
Llegar a casa por primera vez sin ella fue impactante al día siguiente, con el impulso automático de girarme hacia la izquierda e inclinarme al tiempo después de entrar por la puerta... para darle un beso y saludarla. Hablar de la casa de la abuela, en lugar del abuelo. Preguntar por ella. Parecerme raro llamar a mi abuelo al número de casa porque no lo cogerá ella, y no podré gastarle esa gastada broma de impostar la voz y hacerle creer que soy Carmen Sevilla o amiga de su comadre Encarnita Polo, una poliza de seguros, un premio seguro... Ya no tengo con quien gastar esas bromas. Ya no tengo quien me diga al darle un beso tras la ducha "qué bien hueles". Ya no tengo esa abuelita señorona y elegante que presuma de nieta mayor, que me mire con sus ojos y sonría cuando la llamo, que me pida que no le diga a mi abuelo cuánto costaron esos pendientes de zafiros a juego con su anillo, que contemple mi ropa nueva con aprobación y me diga "tenéis mucha ropa", que me diga que ponga siempre el agua fría en la lavadora para que no me destiña ni me encoja la ropa, que me dé su receta de arroz con alcachofas (por mucho que éstas no me gusten) por el simple hecho de que se me hace la boca agua con su olor.
Esa abuela mía que los viernes por la noche, de pequeña, nos daba a mi hermana y a mí jamón serrano, o tortilla francesa, o pescaito, o Kit-Kat y Huesitos. Esa abuela que hizo que dejara de morderme las uñas, que preparaba las mejores berenjenas en vinagreta del mundo, que me hacía su sopita de fideos los domingos. Que aquella mañana de domingo hace tantos años, mientras comía cacahuetes con ella y con el abuelo en el patio y encontré un gusano dentro de uno, me negaba la mayor. Esa que paraba cualquier conversación para escuchar qué decían de la Panto en la tele, hasta que se junto con el Cachuli y dejó de ser la viuda de España. Esa abuela mía que me defendía por encima de la campana gorda que los toros de lidia son para el toreo, y que no sirven para nada más. Esa abuela mía que leía El País y compraba la Supertele para tenernos al día de las pelis de la semana, y que el abuelo hiciera sus crucigramas con mi padre y yo encima chivándole palabras. Esa abuela mía que odiaba el fútbol cuando sus hijos eran pequeños, y que me lo intentó inculcar a mí llevándome a ver al Mérida con bolsas de pipas los domingos por la tarde. Era del Madrid, por supuesto. Esa abuela mía que lloraba defendiendo sus ideas políticas, hablando de las penurias de la guerra y de los años del hambre, cuando, me contó, los niños comían hasta los pezones de los peros que encontraban tirados por la calle (a lo que yo entendí 'los pezones de los perros').
Se te echa tantísimo de menos. Lo último, el viernes llegué a casa de mi abuelo y, no sé si sería por el agotamiento o por qué otra razón, de que vi que sólo estaban mi abuelo y mi tío, Alonsos los dos, y mi tío dijo que habían ido a buscar a Clarita que jugaba a fútbol en los Milagros esa tarde, pensé que mi Petro había ido con ellas, con mi tía y con mi prima pequeña. Y lo vi tan natural... que ni lo cuestioné, hasta que volvieron solas, y ya me di cuenta de mi error.
En el último año, una de las cosas que más han llegado a mortificarme ha sido el intentar recordar la última conversación que tuve con mi abuela antes del 20 de septiembre. Y no acabo de encontrarlo. Estuvo dormida el domingo, estuvo dormida el sábado. Recuerdo una conversación durante los días de feria, que mi hermana y yo llevamos a mis primas, pero eso fue 15 días antes. Y recuerdo una tarde, de tantas que pasé allí con ella, zapeando en la tele (uno de los hábitos que dicen he heredado de ella) y ella hablándome en susurros y por señas de lo pesada que era la compañera de cuarto. O una noche, viendo el Hormiguero, le gustaba, a mí no. Y no lo recuerdo.
Me has hecho llorar. Inevitablemente mientras iba avanzando en la lectura, sabía que las lágrimas se me escaparían. Lo sabía. No hay descripción más bonita de la relación entre abuela y nieta que la que acabo de leer. También mi abuela Carmen se fue este año. Un 6 de enero de madrugada. Menuda noche de Reyes en la que tuve que viajar corriendo y deprisa desde Edimburgo a Ávila, tras abrir, sin ganas, unos cuantos regalos de Reyes que Álex puso a los pies de la cama para animarme. No llegué a tiempo de darle un beso. Y la echo de menos tanto... Recuerdo que unos días antes fui a la Catedral de San Giles en Edimburgo y que pedí lo mismo que tú: "Que tenga lo que tenga que pasar, pero que deje de sufrir..." Agarra todos esos recuerdos, son tuyos y sólo tuyos, y guárdalos en una cajita. Tu abuela tiene que estar orgullosa de la entrada de blog que acabas de dedicarle y de la pedazo de nieta que tiene. Te quiero Eu y te veo este finde !!! :)
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