No sé qué día es
Enterré mi cara en tu jersey a la altura de tu pecho para esconderme de las sombras y el caos nada más llegaron, atormentando mi noche, nuestras risas, mientras las lágrimas ya no sólo empañaban mis ojos, sino bañaban mis mejillas. Me abracé a ti con fuerza, mientras tú me rodeabas con tus brazos, y sentí que pisaba tierra firme por primera vez en mucho tiempo. Pero aún así, no llegaría la calma...
El agarrarte de la mano más tarde, más tranquila, fue un acto instintivo, de pura supervivencia. Tenía dos intenciones completamente inocentes. Primero tranquilizarte a ti. Empezabas a ponerte nervioso y temía que perdieras los estribos. Segundo, mucho más importante, aferrarme a la realidad, agarrarme a algo vivo que confirmara mi consciencia. Y entonces nuestros dedos se empezaron a enredar.
Sólo un simple gesto agradable, bello. Dos manos buscándose y encontrándose en la oscuridad de la parte trasera de un taxi. Las yemas de los dedos de uno turnándose con las del otro para recorrer la palma contraria y volver a enlazarse y enredarse arriba. Manos besándose.
Más consciente del mundo y de lo que en ese momento ocurría entre tu mano izquierda y mi derecha, decidí reprenderla y obligarla a volver a mí, a separarse de tu mano izquierda. Pero tú la hiciste volver agarrándome la mano con firmeza, casi cubriéndola, tan pequeña, por completo. Y ya no me soltaste.
Llegamos a casa: vuelta a la realidad. Me niego a quedarme con el dulce y leve recuerdo de las caricias de tu mano. Algo más de los miles de cosas que no conoces y quizá no llegues a conocer de mí: niña inconformista, siempre quiere un poco más. Ese poco más, el miedo a la inconsciencia, la lucha contra el sueño, contra lo inverosímil de la situación... Sumados los recuerdos de nuestras miradas furtivas, de ir pegados por la calle sin frío ni aglomeraciones que dificultaran el paso, nuestros piques de niños traviesos, nuestras risas, tu sonrisa, tu lengua trabándose mientras me hablas y bajas los ojos repasando mi vestido porque ha llegado la primavera.
Y me abrazo a ti de nuevo, pero con intenciones poco inocentes esta vez. Hablamos sin entendernos y aparecen los besos. Cálidos y húmedos. Justos. Pequeños. Y todo se desborda. Tú pisas el freno primero, motivos: obvios. Pero sigues conmigo sin que tenga que convencerte. Yo echo el freno de mano al final, razón: tengo sueño. Qué inverosímil es nuestra realidad.
A la mañana siguiente temo tu reacción conmigo. Temo mi reacción. ¿Y ahora qué? Antes de desayunar, un saludo común, alegre, pero común. Sin más. Nos quedamos solos y me sorprendes por la espalda con caricias y un beso cuando vuelvo la cara. Pienso "¿esto qué significa?" Porque sólo doce horas más tarde estaremos de nuevo los dos solos en la parte trasera de un taxi, pero esta vez no me quedo sentada en el medio tras darle las indicaciones al conductor, y me hago al lado contrario al tuyo, más pegada a la ventana de lo habitual. Temo tu humor de perros por las últimas noticias, la sensación extraña de volver al mismo escenario, tus conversaciones por teléfono con la protagonista.
"El último día que fuimos volvimos, me acuerdo bien,
sin cogernos de la mano,
sin buscarle los pespuntes a las bromas,
repronchándonos hasta lo que no fue.
El último día que fuimos volvimos, me acuerdo bien,
en asientos separados,
con los ojos empeñados en no verse,
con el frío anclado junto a nuestros pies."
como la vida misma...
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